Navegamos ceñidos a la luz que se refleja en el agua. Poco podemos ver más allá de cinco o seis metros después del final de la popa, y aún así, sabemos que siempre hay más mar. Esta vez no había luz, solo un reflejo frágil de la luna en las olas -pequeñas, minúsculas- haciéndolas un arremolinado espejo gris donde nos podíamos mirar. El espejo, tras un aumento drástico del tamaño del oleaje, se rompe en pedazos y una punta glacial, esbelta y suave, se alza justo donde se encontraba nuestro reflejo. Podemos saborear como la temperatura se resguarda en las profundidades, congelando nuestros pulmones con la inhalación y llenando el aire de minúsculos copos de aliento escarchado: el calor del cuerpo cede y se devuelve al mar, al cielo sin nubes ni estrellas. El témpano parece indefenso, y aunque tosco, moldeado en la medida justa para calzar en medio del oleaje. Perecemos dueños de la ilusión cuando nos ensoñamos con la claridad y hermosura, la verosimilitud y honestidad de la montaña de hielo. Pero ahí está, de repente, en nuestro conciente: una montaña marina que calla aún cuando presencia clama a gritos nuestra atención. La superficie no es suficiente para mostrar la magnitud de su cuerpo: una colosal cantidad de hielo solidificado en las aguas. La verdad no está completa y delante tenemos toda una fila de témpanos esperando por embelezarnos.
¿Qué pasa con el otro 90% que no vemos?
La cosa con los icebergs es confiar a ciegas, aún cuando se arriesgue mucho más de la mitad…
sábado, 14 de marzo de 2009
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