viernes, 10 de diciembre de 2010

El placer de los secretos

Hay para mí, entre el secreto y la mentira, hay una línea tan delgada que es particularmente imperceptible.

Cuando guardamos secretos estamos llenando una botellita de arena: nos ensuciamos las manos intentando encajar cada grano dentro del envase sin dejar rastros, pero en nuestros dedos quedan pequeños pedacitos de arenisca aferrados; y vamos y frotamos la mano en el vestido, en el pantalón, pensando habernos deshizo de todo vestigio y sin embargo no, sin embargo siguen ahí como acechantes delatores abrazados a la tela. Con nuestro ego en los cielos nos aventuramos a mezclarnos entre la multirud, guardando la botellita de arena guindada en el cuello, oculta bajo la ropa. Pensamos que somos dueños del mundo. Pensamos que tenemos el control. Y justamente ahí es cuando alguien más presta atención, cuando alguien más (con sus intenciones sospechosas) no creen en nuestra pasividad, y ahí están, mirándonos de cerca, olfateándonos el cabello, sacudiéndonos la ropa… y ahí están los delatores: burusas de arena en los dedos de ellos, y claro que no saben que son, ni de donde salieron, y claro que no saben que ahí, los bastardos, gritan desde sus dedos un misterio propio, nuestro, pero nunca de ellos. Y se preguntan, y te preguntan y me preguntan, y no queda de otra que mandar a lavarse las manos, a limpiarse la mugre, a perder el polvo.

“Omitir es mentir”, ¿no es cierto?

domingo, 5 de diciembre de 2010

Escribir o no escribir. He allí la cuestión.

Nada más trillado que un escritor hablando de sus diferencias con la página en blanco. Peor que eso, un seudo escritor que se da golpes de pecho porque la musa lo ha abandonado.

La escritura está sobrevalorada y el ego del escritor también.

Escribir no es un arte. Leer lo es. Es por eso que solo pocos pueden escribir lo que realmente pretenden y no una sarta de sandeces perdidas, alienadas en un intento fallido de comprimir un montón de imágines que ni ellos mismos pueden ver nítidamente.

Ya sea que teclees, rayes, dibujes, las palabras fluirán de acuerdo a su propio peso sobre el río de la página, en un vaivén único, donde cada una se sumerge en tiempos distintos pero siempre armoniosos. No se puede forzar a la palabra a bracear en aguas tumultuosas; ella, única e irremplazable, lo hará sola a su ritmo, en su tempo, nunca en el tuyo.

Para escribir hay que beber de la lectura, se adicta a ella y su desabrido sabor. Mientras más antigua, la palabra se hace más áspera, densa y de cada sílaba se extirpa un goteo diferenciable de sabor.

La música del vino o el sabor de la uva rancia en las notas, es eso lo que crea armonía y ésta no es más que la clave delusoria del conflicto escritor-página en blanco. Sin musas. Sin magia. Paciencia.

sábado, 14 de marzo de 2009

The thing about the icebergs…!

Navegamos ceñidos a la luz que se refleja en el agua. Poco podemos ver más allá de cinco o seis metros después del final de la popa, y aún así, sabemos que siempre hay más mar. Esta vez no había luz, solo un reflejo frágil de la luna en las olas -pequeñas, minúsculas- haciéndolas un arremolinado espejo gris donde nos podíamos mirar. El espejo, tras un aumento drástico del tamaño del oleaje, se rompe en pedazos y una punta glacial, esbelta y suave, se alza justo donde se encontraba nuestro reflejo. Podemos saborear como la temperatura se resguarda en las profundidades, congelando nuestros pulmones con la inhalación y llenando el aire de minúsculos copos de aliento escarchado: el calor del cuerpo cede y se devuelve al mar, al cielo sin nubes ni estrellas. El témpano parece indefenso, y aunque tosco, moldeado en la medida justa para calzar en medio del oleaje. Perecemos dueños de la ilusión cuando nos ensoñamos con la claridad y hermosura, la verosimilitud y honestidad de la montaña de hielo. Pero ahí está, de repente, en nuestro conciente: una montaña marina que calla aún cuando presencia clama a gritos nuestra atención. La superficie no es suficiente para mostrar la magnitud de su cuerpo: una colosal cantidad de hielo solidificado en las aguas. La verdad no está completa y delante tenemos toda una fila de témpanos esperando por embelezarnos.
¿Qué pasa con el otro 90% que no vemos?
La cosa con los icebergs es confiar a ciegas, aún cuando se arriesgue mucho más de la mitad…

miércoles, 5 de noviembre de 2008

Blancos celos

-No más llanto, hora del juego-.
Juego en el tibio silencio de la tarde. En la armonía que ella rutinariamente había amoldado. Redescubriendo lo perdido, anhelado en soledad.
Callada sin asimilarlo, acumuló celos que opacan el amor dentro de toda su niñez que no entiende de después, que no comprende la atención al más pequeño, que no siente ternura sino desprecio del más despiadado. Pureza oxidada radical y tempranamente. Una mente maquiavélica que se arma en los rincones más oscuros de la tristeza; rincones que la acogieron en una falsa calidez, que sonreían crueles mientras pasaban sus manos por la inocente piel, inyectando en los poros de la infancia fetidez sabor a rencor, mientras acurrucaban una niña soledad que se convertiría en una madura aversión.
Un cuarto de juego que olía desde hace tanto a resentimiento, que emulaba celos en el rostro de la niña cuando el bebé reía; cuyo azul se colaba en los entretelones de la venganza, en la planificación de lo inevitable.
-No más llanto, hora del juego-. Cantaba con una voz que no le pertenecía a La Nena. Sin nostalgia ni culpa. -Todo se vale, todo se puede-.Pensó.
-Llegué primero-. Se repetía una y otra vez mientas cantaba. Jugaba con las muñecas; las pocas que se habían salvado de la masacre: extremidades mutiladas, ahogadas en las manitas y saliva del bebé.
No más bebé. La madre empezaba a delirar a sus espaldas. La desesperación aumentaba en segundos. Corría llanto. La Nena no se detenía. Jugaba como un día más, con la libertad que no tenía desde hacía ya tanto tiempo.
Un grito seco desde el baño. Pasos acelerados hacia la sala. Otros más atrás acompañados de gritos clamando ayuda.
La Nena supuso que lo habían encontrado ya en la cesta de ropa sucia. –La suciedad en su lugar- Pensó. No se inmutó ni una sola vez. Era perfecta la tarde para La Nena.
A diferencia de su hermano bebé que yacía muerto en la sala con una considerable cantidad de algodón atorado en la garganta, La Nena podía (después de tanto tiempo) respirar.

jueves, 30 de octubre de 2008

Satisfactoria infelicidad

Charles Bukowski escribió una vez en alguno de sus libros lo siguiente: “Nadie es feliz y quien finge serlo lo hace porque está avergonzado y asustado y no tiene el valor de admitir que es un desgraciado”. Una frase fría, limpia –o más bien sucia- cuya reflexión nos produce, por lo menos, una sonrisa: vivimos rodeados de esquivos mentirosos, desviadores de la realidad y, en ocasiones, nos topamos con uno en el espejo al despertar, mientras nos devuelve una sonrisa timada de la fantasía.
No somos lo que hacemos creer que somos, pues detrás de cada guiño almidonado con “felicidad” se esconden disyuntivas existenciales de las cuales nadie puede escapar. Estamos cansados de escuchar que la felicidad no es un punto de llega sino estaciones en el viaje; en lo personal, creo que “la felicidad” dura una parada a echar gasolina mientras te persiguen. Pasas mas tiempo en la carretera devastadora que en la parada descansando, respirando. El tiempo juega en contra y se supone que debemos estar agradecidos por los 4 minutos y medio que duró el descanso de la tortura. ¿Somos mal agradecidos cuando deseamos más? Es imposible no aludir a la filosofía católico-cristiana en este punto; a casi todos –por no decir todos y generalizar desinhibida como una omnipotente- nos restregaron el conciente con la idea de “estar agradecidos con lo que Dios nos da”. No creo que en realidad se deba circundar una discusión de si existe o no Dios y el por qué de las desgracias. El punto que es que las desgracias están y nadie escapa de ellas.
Caracas parece ser la colmena de las desdichas y nos culpo a nosotros mismo. Vivimos bajo un ritmo tan acelerado que no nos damos el chance de respirar. En un Bum del corazón nos jalamos la mañana, otro Bum y la tarde nos da la espalda, al siguiente la madrugada nos abre sus ojos naranjas. Así pasa la semana, así llegamos al jueves sintiendo que nos saltamos el miércoles y que nunca fue martes. No recordamos las horas pero la infelicidad en las manos es imposible de olvidar.
Entonces me levanto y decido ser valiente, dejar bajo las sábanas las máscaras, vestirme de verdad y salir a la calle sin una sonrisa, con lágrimas en los ojos y palabrotas en mis labios, porque no soy feliz, porque me cansé de respirar solo 4 minutos y medio para luego aguantar la respiración por horas –días y semanas incluso-, sentir que me ahogo y que rodeada de la multitud estoy sola conmigo misma: en el metro en la hora pico, en El Patio con los de la universidad, en clase mientras leo a Crespo. Y se trasmuta Bukowski del papel y tinta a la vida, a la calle, a lo que me es cotidiano. Sonrío, me burlo de las falsedades de los demás, de la injuria a la sinceridad, la ruptura del subconsciente, los chistes entre las cervezas, las risas en medio de una canción, la disfrazada conformidad de los que me rodean para con esta vida. Sonrío un poco más desde mi miseria mientras quito de mis ojos las limpias vendas de la fantasía y los abro a la suciedad, regocijándome en la ridicularización de mis otros, de mis cercanos mentirosos; ahora, sin pensarlo, escapa sonora una carcajada ¿felicidad?

viernes, 24 de octubre de 2008

La canción de la mañana

Suena el despertador: me levanto sin despertar.
Cual sonámbula me deslizo por las habitaciones. Me aseo en el baño, me visto en el cuarto, desayuno en la cocina y, a pesar de la ducha, la ropa tibia, el café y el cereal, deambulo por la casa como una marioneta tirada de hilos invisibles, mientras mi subconsciente hace de las suyas: aún no he despertado.
Así bajo hasta la parada de autobuses, un par de minutos luego (tras un sutil forcejeo para dominar mis ojos y evitar que se cierren) llega el autobús. Supongo que por mi estado matutino de excesiva pasividad el bus abarrotado de gente nunca me molesta en las mañanas. Bajan unos cuantos pasajeros y, al subir, logro encontrar un asiento casi al final junto a la ventana. Colocó en cada uno de mis oídos los audífonos de mi reproductor de música y lo enciendo; suena light of day de Tommy Stinson y es allí cuando empieza a amanecer.
Déjo que la música me acurruque y, aunque siento que todavía duermo, mis ojos se llenan de luz, una claridad indefinida que se cuela entre las hojas de los árboles, pareciendo que se disparan en destellos al autobús. We´ll always make it through the day, recita Stinson en mis oídos. Veo como se alzan los edificios de abajo mientras respira el Ávila y en una de esas inhalaciones, por unos minutos, dejo de ser yo: mi cuerpo está exhausto pero mi mente, indómita e inquieta, juguetea conmigo. Quisiera no estar allí sino envuelta en sábanas en medio de la nada: And everyone´s looking for some place, they´re just killing more time than space. Poco a poco todo va agarrando forma y el espacio que me rodea se arma en la medida en que todo se ordena: las nubes grises en el cielo, el Ávila ya a mis espaldas, los carros casi rozando mi brazo y aunque todo está ahí, a mi lado, yo no estoy. Some nights I wish than the sun would never show its face. Mi despertar ocurre cuando apareces tú. Y te pienso en mi cama mientras tarareo. The moon´s got a way to lighting you, the way no picture is ever going to; y tú estás allí, a mi lado, en la nada. Evoco la noche, lo que sucedió e imagino lo que puede pasar ahora (o lo que puede dejar de pasar), we´ll laugh at the expense of all their grief, you never made me feel like I´m a creep. Como si la canción supiera algo que yo no, susurrándome esa mañana al oído mientras yo sueño en ese autobús, me abraza en la imaginación. Una calidez inmensa me entibia la fría desconfianza, derrite el miedo y protege la ilusión. Just look at everyone, no one really knowing why they´re here. Despierto de mi ensimismamiento y, por primera vez desde que dejé la cama- sé que no duermo más. Me encuentro de pronto apretujada en la fila para salir del bus, respirando las voces altas, oliendo los roces de los codos y brazos: la canción (así como el viaje en autobús) está a punto de terminar: trying so hard not to disappear. Cierro los ojos por última vez escuchando los últimos versos, callando el sueño de que Stinson me comprende y sonrío: some nights it feels like the moon is just a light above our graves. Abro los ojos a la mañana, a una nueva oportunidad para ti y para mí, dejando atrás el sueño, y con él, todo lo que no puede ser.
No despierto a las 8am cuando suena la alarma del despertador, sino hora y media más tarde con la canción de la mañana.

domingo, 19 de octubre de 2008

La impaciente paciencia

Irritada ante la impertinente mirada de la página en blanco y el titilante cursor, destrocé un par de borradores y salí a fumar.
Creo que es suficiente que mi propio cerebro se bloquee y juguetee con mi conciente, como para también tener que soportar el imprudente silencio de un vacío tecnológico; esto sin hablar del cosito corto-punzante en que se transforma el cursor de la línea, el cual, con cada parpadeo, penetra un poco más en la irritabilidad de mi estado.
Por si esto fuera poco, ya en la plaza frente al edificio, donde cada tarde salgo a dar una vuelta (por gusto y no por forzadas razones como las de hoy), a mitad de mi cigarro, me percato de la indiscutible caracterización de deidad salvadora que le he (hemos todos los fumadores en general) adjudicado al cigarrillo. Cómo si él pudiera contar lo que yo no puedo.
La ansiedad se absorbe en un estado de inconciente-conciente que me desborda en emociones: nada de lo que pienso es factible y mucho menos verosímil para mí. Y, aún así, todo da vueltas en mi cabeza: los bancos vacíos -¿por qué lo están? ¿Quiénes se han sentado ahí? ¿Cuentan una historia?-; las calles –las he pisado antes pero ¿las he pisado de verdad?-; los árboles -¿qué dice la hoja que cae? ¿Qué cuenta el tallo que calla? Todo me habla a gritos sin que nadie a mí alrededor escuche.
Aspiro una vez más silenciosamente convencida de que el humo calmará la ansiedad y, al exhalar, nada está más claro. Sigo sentada en el mismo banco y los miles de detalles siguen pellizcándome la piel con su leve pero inoportuna existencia: ¿cuándo empecé a ver en el silencio?
Entonces, intento agruparlos –en montones, por categorías, por colores- intentando darle orden a lo naturalmente desordenado; hurgo para crear etiquetas que los ubiquen en las amontonadas gavetas de mi cerebro, porque no los quiero desechar, ni al más mínimo de ellos, hasta que haya podido succionarle el alma con la pluma (o el teclado de la computadora), hasta domarlo y que sea mío, hasta que lo controle y me deje en paz.
Salí a la plaza con la cabeza en blanco y me encontré, de repente, amontonada entre chiquillos invisibles y todos me jalaban a su lado, todos me decían algo distinto, todos me sonreían ante mi delirio de desesperación, todos me ofrecían una cura para mi ansiedad, todos querían llenar mi página en blanco: todos hijos de la curiosidad.