domingo, 19 de octubre de 2008

La impaciente paciencia

Irritada ante la impertinente mirada de la página en blanco y el titilante cursor, destrocé un par de borradores y salí a fumar.
Creo que es suficiente que mi propio cerebro se bloquee y juguetee con mi conciente, como para también tener que soportar el imprudente silencio de un vacío tecnológico; esto sin hablar del cosito corto-punzante en que se transforma el cursor de la línea, el cual, con cada parpadeo, penetra un poco más en la irritabilidad de mi estado.
Por si esto fuera poco, ya en la plaza frente al edificio, donde cada tarde salgo a dar una vuelta (por gusto y no por forzadas razones como las de hoy), a mitad de mi cigarro, me percato de la indiscutible caracterización de deidad salvadora que le he (hemos todos los fumadores en general) adjudicado al cigarrillo. Cómo si él pudiera contar lo que yo no puedo.
La ansiedad se absorbe en un estado de inconciente-conciente que me desborda en emociones: nada de lo que pienso es factible y mucho menos verosímil para mí. Y, aún así, todo da vueltas en mi cabeza: los bancos vacíos -¿por qué lo están? ¿Quiénes se han sentado ahí? ¿Cuentan una historia?-; las calles –las he pisado antes pero ¿las he pisado de verdad?-; los árboles -¿qué dice la hoja que cae? ¿Qué cuenta el tallo que calla? Todo me habla a gritos sin que nadie a mí alrededor escuche.
Aspiro una vez más silenciosamente convencida de que el humo calmará la ansiedad y, al exhalar, nada está más claro. Sigo sentada en el mismo banco y los miles de detalles siguen pellizcándome la piel con su leve pero inoportuna existencia: ¿cuándo empecé a ver en el silencio?
Entonces, intento agruparlos –en montones, por categorías, por colores- intentando darle orden a lo naturalmente desordenado; hurgo para crear etiquetas que los ubiquen en las amontonadas gavetas de mi cerebro, porque no los quiero desechar, ni al más mínimo de ellos, hasta que haya podido succionarle el alma con la pluma (o el teclado de la computadora), hasta domarlo y que sea mío, hasta que lo controle y me deje en paz.
Salí a la plaza con la cabeza en blanco y me encontré, de repente, amontonada entre chiquillos invisibles y todos me jalaban a su lado, todos me decían algo distinto, todos me sonreían ante mi delirio de desesperación, todos me ofrecían una cura para mi ansiedad, todos querían llenar mi página en blanco: todos hijos de la curiosidad.

1 comentario:

dialgomiguel dijo...

Los hijos de la curiosidad no es parte de una canción de Franco De Vita? En fin, me gusta este texto y sitio virtual, Diablita Underwood. Lo voy curiosear a menudo. Un fuerte abrazo virtual.

M.H