viernes, 10 de diciembre de 2010

El placer de los secretos

Hay para mí, entre el secreto y la mentira, hay una línea tan delgada que es particularmente imperceptible.

Cuando guardamos secretos estamos llenando una botellita de arena: nos ensuciamos las manos intentando encajar cada grano dentro del envase sin dejar rastros, pero en nuestros dedos quedan pequeños pedacitos de arenisca aferrados; y vamos y frotamos la mano en el vestido, en el pantalón, pensando habernos deshizo de todo vestigio y sin embargo no, sin embargo siguen ahí como acechantes delatores abrazados a la tela. Con nuestro ego en los cielos nos aventuramos a mezclarnos entre la multirud, guardando la botellita de arena guindada en el cuello, oculta bajo la ropa. Pensamos que somos dueños del mundo. Pensamos que tenemos el control. Y justamente ahí es cuando alguien más presta atención, cuando alguien más (con sus intenciones sospechosas) no creen en nuestra pasividad, y ahí están, mirándonos de cerca, olfateándonos el cabello, sacudiéndonos la ropa… y ahí están los delatores: burusas de arena en los dedos de ellos, y claro que no saben que son, ni de donde salieron, y claro que no saben que ahí, los bastardos, gritan desde sus dedos un misterio propio, nuestro, pero nunca de ellos. Y se preguntan, y te preguntan y me preguntan, y no queda de otra que mandar a lavarse las manos, a limpiarse la mugre, a perder el polvo.

“Omitir es mentir”, ¿no es cierto?

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